Cuando Rosalino Ortiz era un niño, aprovechaba los días en
los que no tenía clase para subir a la montaña, acompañado de su yegua y
revisar los potreros de su padre sembrados con cultivos de maíz, café, lulo y
caña de azúcar. Se quedaba estático viendo cómo la gente del pueblo talaba los
árboles a serrucho. Se escabullía y agarraba manotadas de aserrín entre sus
pequeñas manos, las acercaba a su nariz e inhalaba profundamente. El olor a
monte fresco, a tierra fértil, a laurel recién cortado, le encantó siempre.
Después le gustó más el olor a pólvora. Con el paso del
tiempo se convirtió en un cazador consumado, de esos que tiran y fijo pegan.
Roso, como lo llaman en la vereda El Pensil, en Pitalito, Huila, terminó la
primaria y se enamoró de la escopeta. El fierro es, para un campesino, un
objeto de valor. De él depende su vida en el campo, el alimento y el poder.
“Cargar un arma en el brazo no me hace héroe pero sí me da la
tranquilidad de tener todo bajo control. Al menos la sensación de que le puedo
disparar a cualquier cosa y defenderme de lo que sea” —dice Rosalino, mientras
recorremos los alrededores de su casa, tan llenos de guaduas, quebradas, flores
y robles. Tiene 35 años y una hija de dos meses de nacida.
El primer disparo de Roso fue a los 12 años. Aprovechó que su
papá había bajado al pueblo y agarró sin permiso el arma, le apuntó a una
torcaza posada en el tejado de su casa y soltó el gatillo. Falló. Con las manos
aun temblando y sudando frío, cogió otra vez la escopeta, se paró firme y
disparó por segunda vez. El animal calló al suelo. Y ese fue el almuerzo de
aquel día.
Rosalino se volvió cazador luego de ver a su papá, durante
tantos años, hacer lo mismo para llevar alimento a la casa.
“Cogí a ese animal
tibio entre mis brazos y todavía le sentía latir el corazón. Empecé a oler la
pólvora quemada después de disparar y me fascinó. Esa sensación la recuerdo
perfectamente y a veces la extraño…”.
Ver a Roso limpiar su fierro, después de tantos años de estar
guardado y con un largo historial de tiros certeros, es un acto que raya en lo
poético. Ya oxidada y con los achaques del desuso, la escopeta está llena de
trabas. Pero él agarra una bayetilla roja y limpia cada una de sus partes, con
delicadeza y firmeza. La mira, la frota, le da algunos golpes y la abre de par
en par. A su lado está su padre —que también se llama Rosalino— supervisando el
proceso, quien además dedicó años de su vida a cazar palomas, guacharacas y
pavas para alimentar a sus hijos y esposa.
Tiros certeros
Esa tradición llevó a que Roso persiguiera al oso andino
durante varios años, una especie que transita a lo largo de la cordillera de
los Andes desde Venezuela hasta Bolivia, pasando por Colombia, Ecuador y Perú.
Es el único oso nativo de Suramérica y se encuentra en estado vulnerable dado
que los ecosistemas de bosques subandinos, andinos y páramos, que son su
hábitat, sufren altos niveles de transformación, producto de la ampliación de
la frontera agropecuaria, la quema y el desarrollo de megaproyectos como
hidroeléctricas, embalses y carreteras.
Al hombre de campo se le enseñó a matar al oso para vender su
piel, la carne, los colmillos y las garras en el mercado; también la grasa para
aliviar los dolores articulares y el miembro como potenciador sexual. Con el
tiempo, se lo empezó a ver más como una amenaza para el ganado y los cultivos,
cuando las reses, de un día para otro, aparecían muertas o heridas en el
pastizal y la siembra arruinada. El hombre invadió el hábitat del animal y, sin
preguntar, se quedó allí, transformó su hogar y no supo cómo convivir con él.
El oso de anteojos es prácticamente vegetariano. Se alimenta
de bromelias, hongos, bayas y frutas pero, como donde debería haber corredores
ecológicos altamente conservados ahora hay potreros y miles de hectáreas
cultivadas, se ha visto obligado a bajar por comida, generando un conflicto
social y económico que concluye en la cacería por retaliación.
Roso se adentró varias veces al monte en busca del oso pero
nunca lo vio. Incluso, con algunos de sus amigos, creó una especie de tropa
pistolera con la que se reunía cada fin de semana para hacer arrumes de
animales muertos sobre bolsas plásticas. Desde aves hasta ardillas y micos
terminaban allí.
El encuentro
Fue hasta agosto del 2004 cuando Roso vio al oso. Su mamá,
Luz Marina, lo había mandado a la finca a recoger choclo para hacer arepas y
envueltos. Cuando llegó a los cultivos, su perro empezó a moverse nervioso y no
quiso andar más; por primera vez el animal lo había dejado solo. Roso siguió su
camino y se encontró con la maicera destruida. Había huellas y estiércol de una
criatura grande.
“Nosotros sabíamos que el oso de anteojos se paseaba por
nuestras fincas pero yo nunca lo había visto. Cuando llegué a la casa, un
muchacho llegó gritando como loco: ‘¡Roso, el oso se está comiendo los cultivos
en mi casa. Está aquí!’ ”.
Ese día, a tan solo 10 metros de distancia, el cazador y la
aparente presa se encontraron por primera vez. Roso, con sus manos gruesas y
botas de caucho llenas de barro, vio a un animal que mide entre 1,30 y 1,90
metros de alto y pesa entre 80 y 140 kilos. Lo bautizaron Danubio, de color
negro y una única mancha blanca en el hocico.
“Yo lo quería matar,
esa es la verdad. Pero luego me quedé viéndolo y me embobé. No podía quitarle
los ojos de encima ni por un segundo. Tenía frente a mí a un animal raro,
silvestre, con apariencia inofensiva y demasiado imponente. ¡Y no era el único,
todo el pueblo estaba ahí!”.
Quedó tan perplejo que enseguida agarró la moto y se fue a
hablar con funcionarios de Parques Nacionales Naturales y la Corporación
Autónoma Regional del Alto Magdalena (CAM). Se suponía que era la oportunidad
perfecta para cazarlo y en cambio fue el detonante para convertirlo en un líder
ambiental.
Gracias a ese evento, y tras varias capacitaciones y talleres
de sensibilización, los cazadores se hicieron guardianes. Crearon la
organización Mashiramo, que agrupa a comunidades de los municipios de Pitalito,
Acevedo, Palestina y San Agustín que pertenecieron al Proceso Corredor
Biológico entre los PNN Puracé y Cueva de los Guácharos, donde estos animales
transitan. Allí nació el primer grupo de monitoreo de oso andino. Empezaron
siendo 80 personas, hoy son 23 los que viven del ecoturismo.
Supieron, por ejemplo, que el oso es un dispersor de
semillas, que dinamiza los bosques cuando derriba arbustos y ramas en busca de
alimento, y que es una de las especies sombrillas más importantes del mundo
pues al protegerlo a él también se protegen otros animales y plantas, como la
danta y el roble.
“¿Ecoturismo? ¿Pero esa vaina qué es, cómo se come? Y es que
nosotros no sabíamos de qué hablaban los expertos pero, al final, cuidar al oso
nos transformó la vida y se convirtió en una oportunidad. Tenemos una nueva
actividad económica que junta el senderismo, el avistamiento de aves, las
artesanías, el agroturismo y el turismo de naturaleza e investigación en un
mismo lugar”.
El turista puede hacer un recorrido por reservas naturales,
guiado por campesinos que alguna vez fueron cazadores y hoy son guardianes.
Tiene la oportunidad de ver cerca de 200 aves distintas, como el atrapamoscas
tropical, la guacharaca, la esmeralda piquirroja, el gorrión rastrojero, el
torito rojo y el mielero verde azul. La mayoría de ellos, como Rosalino,
quisieran dedicarse a esto, a la conservación, pero mientras los recursos
llegan y el posconflicto abre las puertas a otras alternativas económicas, la
gente vive de los cultivos de café, granadilla y aguacate, especialmente.
“Yo miraba a los animales y me decía a mí mismo que no, que
no podía matarlos más, que tenía que parar. Era una competencia interna entre
hacerlo y no hacerlo. Casi siempre fallaba. Pero es que no es fácil dejar de
hacer algo que por años hiciste de manera natural".
El cambio climático, la tala indiscriminada de árboles y la
degradación del suelo, dicen algunos expertos, llevarán a que en tres décadas
el hábitat de este animal se reduzca en un 30 por ciento.
En Colombia el oso de anteojos se encuentra en 23 de los 59
Parques Nacionales Naturales. Sin embargo, el cambio climático, la tala
indiscriminada de árboles y la degradación del suelo, dicen algunos expertos,
llevarán a que en tres décadas el hábitat de este animal se reduzca en un 30
por ciento.
“Los animales son para cuidarlos y verlos en su entorno. Voy
a trabajar por una convivencia pacífica entre el hombre y la naturaleza hasta
el último día que tenga. Pero también es cierto que el conocimiento empírico
del campesino debe ser valorado, pues tenemos bocas que alimentar ¿O usted no?”
Por: Tatiana Pardo Ibarra, tomado de El Tiempo