Marianne Bachmeier tenía 31 años y nada que perder cuando se paró detrás del violador y asesino de su hija y le disparó ocho veces en la espalda.
Su idea era
que fueran ocho balas (una no salió) y que Klaus Grabowski la mirase a la cara
cuando lo estuviera haciendo. Quería que la reconociera y que su última imagen
de vida fuera un primer plano de su rostro.
El 6 de
marzo de 1981 se dio el caso de justicia por mano propia más consistente de
Alemania Occidental.
Bachmeier no
dejó lugar a dudas: entró al Tribunal de Lübeck, se ubicó detrás del acusado y,
determinantemente, vació -casi- toda una Beretta M1934 en él. Siete estruendos
secos fueron el fade out del hombre juzgado.
“¡Cerdo!
Mató a mi hija… Quería dispararle en la cara, pero le disparé por la espalda…
Espero que esté muerto”, habría dicho Bachmeier en ese momento. Grabowski tardó
dos minutos en morir.
El caso fue
muy mediático. Los detalles de la historia -una sin ningún tipo de grises-
llegaron en su momento a muchísimas conversaciones vecinales y medios de
comunicación de todo el mundo.
Segundos
después de que Marianne liberase el septeto de plomo, dos personas la
redujeron. Ese 6 de marzo de 1981, la madre de Anna fue detenida y acusada de
asesinato.
Al año
siguiente, en declaraciones ante la Justicia, dijo que le disparó a Grabowski
en estado de trance. No le creyeron y por eso en 1983 la condenaron a seis años
de prisión.
Anna fue asesinada el 5 de mayo de 1980. Marianne esperó un año para ejecutar la venganza. Una venganza, ya dijimos, pensada y fría como cada uno de los momentos más relevantes de este macabro caso.
Fue después
de asistir a las dos primeras audiencias del juicio al asesino cuando
finalmente dejó de contener el impulso del brazo que sostenía la Beretta.
El día en
que perdió para siempre a Anna, Marianne la había dejado faltar a clases para
que pudiera jugar en el patio de su casa. No se imaginaba que la niña, en vez
de quedarse a su lado, correría a ver a Grabowski, el carnicero, porque este le
había prometido que si la visitaba la iba a dejar jugar con sus gatos.
El fatídico
5 de mayo, la bestia secuestró a la niña por horas, la violó reiteradamente y
la estranguló hasta matarla.
Al mismo
tiempo que Marianne denunciaba la desaparición de su hija, el asesino metía el
cuerpo de Anna en una caja, llevaba el improvisado ataúd hasta la orilla de un
canal y esperaba a que se hiciera de noche para enterrarla sin que nadie lo
viese.
Repetimos:
es un caso sin grises. Grabowski demoró apenas un puñado de horas en contarle a
su novia lo que había hecho. Consciente o no, cavó su propia tumba. Su pareja
corrió a denunciarlo mientras el otro se emborrachaba en un bar.
En manos de
la policía, el carnicero confesó su crimen e indicó dónde había dejado el
cadáver. Eso sí: no admitió haber violado a la niña.
La versión
que Grabowski sostuvo hasta el impacto de las balas del arma de Marianne fue
sumamente cruel: el asesino siempre aseguró que Anna (sí, Anna, la niña de 7
años) había intentado seducirlo y chantajearlo. El carnicero decía que la niña
le había pedido dinero para no decirle a su madre que él la había tocado.
El hombre
-dato importante- ya había estado preso por abusar sexualmente de dos niñas. En
1976 le habían hecho castración química y él, tiempo después, la había podido
revertir con un tratamiento hormonal.
La liberación de Marianne
La madre de
Anna salió de prisión a los tres años de haber ingresado. Cumplió tres de seis.
Su juicio y posteriores encarcelamiento y liberación dividieron la opinión
pública.
Ya en
libertad, emigró a Nigeria y se casó con un profesor alemán, de quien se
divorció en 1990. En esa década vivió en Sicilia, Italia, y finalmente retornó
a Lübeck, el escenario del terror.
Allí, en la
tierra en la que en septiembre de 1996 moriría a causa de una dura enfermedad,
habló por primera vez del caso. Dijo que lo hizo después de pensarlo muy bien
para evitar que Grabowski siguiera diciendo que su hija había intentado
seducirlo.
Grabowski
era un carnicero de 35 años, convicto sexual y asesino. Marianne, una alemana
hija de un nazi de la Waffen-SS y una madre ausente. Ella a su vez fue madre de
tres, de los cuales dos fueron dados en adopción por obligación -uno de ellos
producto de una violación- y una, la tercera y última, se llamó Anna.
Fuente: El
Tiempo