Entienda quiénes son, cómo lo observan y cuáles son
los odios que los mueven para hacerle daño.
Si alguna vez se ha preguntado cómo fue que lo robaron
sin darse cuenta, por qué le hicieron daño si no hubo resistencia, por qué
usted y no otro fue la víctima de un atraco, quizás este relato le pueda dar
luces de lo que pasa por la mente de un delincuente antes de un asalto.
Carlos tiene 27 años y nació en Bogotá. Vivió con su
madre, tres hermanos y su padrastro en Tunjuelito. El olor nauseabundo de las
curtiembres de su barrio y estar merodeando entre chatarra y barro es su primer
recuerdo de la niñez. Creció en medio de una plaza de mercado en donde pasaba
de todo, de todo lo ilícito, por supuesto.
A los 14 años ya sumaba tiempo de consumir y vender
drogas en medio de la aglomeración. Fue allí en donde comenzó a analizar cada
movimiento. Como en cámara lenta, escuchaba el resonar de las monedas y el roce
de los billetes mal habidos. Eso le gustaba. La primera vez que robó fue a los
diez años. “Yo creo que soy cleptómano. Ese día vi pagando unas monedas en una
tienda, entonces las cogí y me las eché en el bolsillo. La oportunidad hace al
ladrón, ¿ve?” Carlos mira fijamente cuando habla, como si quisiera infundir
miedo.
De ahí para adelante, la acción se le volvió
costumbre, y se robaba hasta lo que llevaban sus compañeros en las maletas. “Yo
tenía necesidades pero, la verdad, siempre me movió el deseo de poseer las
cosas de los demás. Pocas veces podían regalarme algo, entonces mi pensamiento
era: pues toca conseguirlo”.
sí, con esa honestidad tan contradictoria, contó cómo
planeó su primer atraco de ‘quieto’, a sus 19 años. ¿Qué es quieto?, le
pregunté. Preste atención porque este es el atraco más recurrente en Bogotá, me
dijo. “Así le llamamos al robo en el que uno intercepta a la víctima con esa
palabra, lo coge del pecho y le pone un cuchillo”.
Luego de la explicación recordó que ese episodio lo
llevó a estar tras las celdas, por primera vez, por hurto agravado y
calificado. En promedio, en Bogotá roban a 11 ciudadanos cada 60 minutos. De
enero a mayo de este año, la Dijín registró 39.871 casos.
Carlos robó a un joven. Fácilmente identificó que
dentro de su maleta había un portátil porque la tela se veía en relieve, con
forma de rectángulo. Ojo, esa es una señal clave para escoger a una víctima.
“Luego de hacerle el quieto, fue fácil quitarle la billetera y el celular.
Lástima, después me persiguieron, me cogieron con todas las cosas del chino y
me dieron ganchos (lo apresaron)”.
Pero de nada sirvió el castigo; se convirtió en un
atracador experto. “Eso evidencia las falencias de las cárceles: son escuelas
delictivas. Es necesario ahondar en políticas de resocialización integrales.
Soy consciente de la complejidad del fenómeno y de la dificultad que implica
someter a estos individuos a programas de rehabilitación, pero es claro que las
cárceles no han solucionado nada en materia de seguridad ciudadana”, explicó el
sociólogo de la Universidad Nacional Camilo Castiblanco.
Primero, Carlos se para en una esquina a observar
detenidamente; segundo, detalla a aquellos que andan por la calle
desprevenidos, hablando por celular sin el más mínimo temor; tercero, se fija
mucho en los audífonos porque, dice, le sirven para identificar de qué marca es
el equipo.
“Le voy a dar un ejemplo, mujer, para que me entienda,
¿sí? En un tiempo estuvieron de moda los Sony Ericsson. Uno identificaba la
capsulita y decía, uy, lo lleva, y entonces, pues pague por perro. Eso fue 14
años atrás, pero se hace con todas las marcas; uno las estudia por internet, no
crea que uno no es educado”. Eso mismo pasa año tras año con el que se mueva
más en el mercado.
“Hay unos teléfonos muy ‘lukeros’. Por uno le pueden
dar a uno entre 200 y 250 mil pesos en el centro de Bogotá”. Carlos dice que
roban porque el mismo ciudadano es cómplice y les compra la mercancía.
“Mientras
existan estructuras de comercialización de los bienes robados habrá este tipo
de delincuentes. La política de seguridad no puede centrarse solo en perseguir
a quienes roban sino en desmantelar las estructuras que mercadean los bienes
mal habidos”, explicó Castiblanco.
Cada día, la experticia de Carlos crecía. Él y su
banda se especializaron también en el robo de lujos de carros: los parabrisas,
las lunas, las antenas, los espejos de los carros. Su ventaja, indudablemente,
son los trancones.
“Si usted está en uno, sepa que ya está en la mira.
Ahí nosotros hacemos ronda y con solo una mirada detectamos los celulares, el
portátil, la cartera, si la señorita tiene joyas o el caballero un relojito”.
Aclaró que hoy en día el precio del oro se ha venido a la baja pero que sigue
representando un buen ingreso.
Lo bueno, dice, es que las compraventas lo compran
rápido si hay buen gramage. “Un buen anillo de oro, de matrimonio, puede marcar
10 gramos, eso son unos 600 mil pesos”.
Carlos dice que procura robar lo que le permita estar
menos tiempo en el acto, pero que si la gente deja a la vista más cosas de
valor se ‘dan la pela’ de quedarse más minutos así corran riesgos. “Lo mismo
que usted. Si el tiempo le da para escribir más, usted lo hace; si el tiempo me
da para llevarme más, yo me llevo más”.
Un buen anillo de oro, de matrimonio, puede marcar 10
gramos, eso son unos 600 mil pesos
Entre tanto ciudadano hay un foco especial en los
universitarios. Por alguna razón, los atracadores piensan que ellos, por naturaleza,
menosprecian a los llamados ‘ñeros’. “Esos pirobos se la pasan trabados y
engomados. Humillan a todo el mundo con sus severos celulares o sus portátiles,
ahí, todos creídos. Se la pasan fumando bareta, dan papaya en cualquier lado”.
Se ve un resentimiento, algo en sus ojos que refleja más odio.
Por eso, si las personas se ponen algo que esté de
moda, como unas botas o una chaqueta, es más seguro que se esté en el foco del
delincuente por el solo hecho de tener algo deseado no solo por lo útil sino
por su significado en cuanto a estatus.
Según Castiblanco, en las ciencias sociales hay un
abordaje investigativo denominado la ‘etnometodología’, con la cual se
comprende la manera como un grupo social lee su realidad, lee al otro y
comprende su posición dentro de la sociedad. “Por actitudes como la de Carlos
es necesario realizar investigaciones de esta naturaleza para entender la
manera como los delincuentes leen y analizan a sus víctimas, y entonces sí
construir programas y políticas de seguridad”.
La reacción inmediata de una persona ante un perfil
amenazante se convierte en la oportunidad de un atracador para elegir a su
presa. “Mucha gente apenas lo ve a uno se pone la mano en el pecho o donde
tiene lo valioso, y, pues, uno se da cuenta de una. Entonces, aunque no lo
fuera a robar, por asustarse lo atraco”.Años de vida fácil hicieron a Carlos
experto en varios delitos.
“¿Le ha pasado que algo desaparece de su casa y nunca
supo cómo fue?”, dijo para luego seguir con su explicación. Solía caminar por
los barrios, ubicar los postes de luz y escalarlos hasta llegar hasta el
segundo o tercer piso de las viviendas.
Luego se encaramaba encima de las terrazas o los
techos. Lo primero que hacen es llegar hasta el primer piso y darse cuenta si
pueden escapar o no por la entrada principal, porque hay casas que usan hasta
cuatro seguros.
Televisores, computadores y hasta neveras. Las mujeres
siempre tienen unas cajitas de colores. Ahí uno siempre encuentra joyas. A mí
me tocaba a lo ‘mastranger’ (duro, con dificultad), pero tengo un amigo que sí
era experto en abrir puertas”.
Carlos dice que la calle le ha enseñado a no tener
miedo. “Si yo quisiera, le podría robar su celular en este momento. La verdad,
nosotros todo el tiempo andamos con rabia. El hecho de que usted tenga algo que
yo no tenga significa una cosa, que usted es algo más que yo. Por eso, si usted
se pone a ‘farandulear’ con eso, pues toca quitárselo”, dijo en medio de la
entrevista.
Según Luis Andrés Jiménez, director del posgrado en
Psicología Forense de la Universidad Konrad Lorenz, desde la psicopatología se
dice lo siguiente: las personas que cometen algún tipo de delito pueden tener
un trastorno antisocial de la personalidad. Ya no delinquen por necesidad.
Pierden el temor, el remordimiento, no les importa el reproche social. El
trastorno se configura cuando la persona ya tiene problemas en todos los
ámbitos de su vida social.
En otro lado de la ciudad roba José, un moreno alto de
rasgos crudos. Él tiene 26 años y nació en Cali. Nunca supo de sus padres ni
tuvo hermanos. Solo recuerda que vivió con su abuela hasta los cinco años en
Usme, junto con dos tíos adictos.
“Cuando yo iba a coger las drogas, mi abuela me
entregó al Bienestar Familiar; luego estuve en sitios del Distrito, pero ahí me
pegaban y me abusaban, entonces me volví adicto al pegante, al bazuco, al
pistolo y al maduro”.
Vivió años en el Bronx. El millonario negocio de las
drogas que se movía en ese lugar lo mantenía surtido de bichas, hasta que a los
11 años, pegándose un balazo (droga que se calienta y se revuelve con una
especie de vidrio molido) se dio cuenta de que pedir limosna no era rentable
por su apariencia ruda y que tenía que robar para financiar su adicción.
“Me menospreciaban. Me di cuenta que era más fácil
coger a la gente y ponerles un cuchillo en el pecho. Requisarlos y ya”.
Las bandas los entrenan
En promedio, en Bogotá roban a 11 ciudadanos cada 60
minutos. De enero a mayo de este año, la Dijín registró 39.871 casos.
José se fija siempre en los bolsillos de los hombres.
Si se les marca la billetera son candidatos, lo mismo si en las maletas o
maletines se ve en relieve una especie de recuadro, es que ahí va un portátil.
“Nosotros observamos el peso de las maletas. Así sabemos si puede haber algo
valioso”.
Los buses son un espacio propicio para el cosquilleo.
Los ladrones se educan con las bandas para lograr un movimiento con las manos
que les permita pasar desapercibidos. “Las mujeres son las que más andan con
los bolsos abiertos. Entonces uno mete la mano, y pues lo que saque. Si hay un
hueco, ahí se infiltran los dedos. La oportunidad hace al ladrón. Y, pues, uno
necesitando...”.
Algunos ladrones ni siquiera discriminan a sus
víctimas. “A mí, por ejemplo, me gusta robarles a las ratas las gorras. Algunas
marcan bueno, pueden valer hasta 200.000 pesos. Y uno va es por la plata,
mujer. Claro, una vez casi me matan. Le safé la gorra a una rata y me apuñaló
el cuello. Me cosieron en una ambulancia”.
“Ellos roban y además hieren por varias razones:
porque se genera una situación de lucha y confrontación, porque el que los vean
agredir a alguien les puede dar aceptación o posicionamiento dentro de una
banda o para cumplir con su objetivo. También por inexperiencia. No saben cómo
reaccionar frente a situaciones complejas. Asesinan o lesionan por un impulso”,
dijo Jiménez.
Muchos ladrones se especializan en cuanta modalidad de
robo exista. Si lo que usted quiere saber es cómo planean los robos a carros en
parajes solitarios, José cuenta que hay dos modalidades para la ‘rotura’, como
le llaman en la jerga de la calle. “Hay un barrio cercano de la cárcel de
mujeres de Bogotá. En la calle 80 con la carrera 57. En ese trancón más de uno
tenía la vuelta firmada.
¿La vuelta firmada?, le pregunté. Sí, respondió. “Una
modalidad es cuando la vuelta está estudiada. Es decir que detrás de la vaina
hay gente más experimentada que lo contrata a uno y le cuentan la muchacha o el
muchacho con cuántos milloncitos van. ¿Me entiende?” Entonces, ellos detectan
el carro en medio del trancón o en el semáforo y con una bujía rompen el vidrio
y cogen el paquete por el que les pagaron.
“Ahí las ratas son algunos cajeros, la misma familia,
los amigos. Uno simplemente concreta la vuelta. Muchas veces, la mujer manda a
robar al marido”. La otra modalidad es cuando el ladrón hace la vuelta por su
lado. “Ahí uno escoge el carro. Si uno ve fácil el portátil, el bolso, el
celular, pues ataca. La gente da unos papayazos tremendos”.
Según dice Jiménez, hay delitos de oportunidad y
delitos preparados. En el primero hay elaboración de los actos, una clara
motivación de por medio y una secuencia de pasos para cometerlo; en cambio, el
segundo ocurre frente a la oportunidad. Por eso puede ser más aparatoso y con
consecuencias más graves.
Delincuentes como José saben que ante la más mínima
resistencia, la escena se puede complicar. “Cuando la gente se resiste,
nosotros estamos con la adrenalina al 100 o drogados. No pensamos y nos dan
ganas de dar puñaladas. El objetivo es robar pase lo que pase. Uno no piensa si
la niña o el niño tienen familia. Uno solo piensa en la policía”.
Jiménez explica que ante el riesgo, el cerebro se
prepara, hay un cambio bioquímico para que la persona se alerte, ya sea para
luchar o para salir corriendo. “Los delincuentes se han venido acostumbrando a
esa reacción. Su cuerpo se prepara bioquímicamente, de una manera involuntaria,
para cometer el delito en medio de una situación de riesgo”.
El negocio de robar partes de carros o a sus dueños es
bien pago en la vida de la calle. “Yo fui por mucho tiempo ‘lujero’ en el
semáforo de la Caracas, frente a la plaza de los Mártires. Ahí me la pasaba
quitando espejos, boceles, vidrios, copas y ‘cucuyos’. La ganancia depende de
la marca del carro”.
Las partes de un BMW valen mucho en el mercado negro,
pero no solo esos porque los de carros de gama media también son muy
solicitados. “Por un coco entero de un Volkwagen le dan a uno 40 o 45 mil pesos
en el centro o en el 7 de Agosto”. Los semáforos en rojo en zonas de operación
son aprovechados para el delito.
Cuando la gente se resiste, nosotros estamos con la
adrenalina al 100 o drogados. No pensamos y nos dan ganas de dar puñaladas.
José también tiene experiencia en hurto a viviendas.
“Yo me he robado neveras solito. Abro las puertas, les sacó lo que estorbe, me
las montó en la espalda y adiós. La gente echa solo pasador, y, pues, uno rompe
el vidrio y ya, con doble seguro es más difícil, lógico”.
Los ladrones usan un pedazo de plástico o de una
botella y se le miden a abrir cualquier chapa. José recuerda la madrugada en la
que, con un amigo, jugaban a meter el tarjetazo casa por casa para ver cuál
abría. “Unas se dejaban, otras no. Hay gente que es precavida”.
También solía aprovecharse de los camiones de trasteo
que no tienen seguridad trasera. “Hay acarreos muy buenos. Incluso los cargados
con cemento; por cada bulto le dan a uno como 25.000 pesos. Si usted se vuela
tres, ahí consigue lo de su diario”.
José también ve en todas sus víctimas una mirada de
desprecio. “Todos te observan como un cero a la izquierda. Me siento
menospreciado y me dan ganas de robar”.
Según dice Jiménez, ha habido un proceso de
estigmatización frente a estas personas. “Son más delincuentes los ladrones de
cuello blanco que se roban millones de pesos del erario público que, quizás, un
raponero que se lleva una cartera, pero es el joven mal vestido el que se lleva
la mirada de desprecio. Cuando el delincuente de la calle observa que las
personas que hacen parte del aparato público roban y su sanción penal es
vergonzosa, un racionamiento facilista que hacen es: pues, yo también lo hago”.
En Bogotá, los hombres y mujeres se hacen ladrones
desde muy jóvenes. Ese fue el caso de Pedro, de 20 años. “Mi vida fue dura
desde niño. Me tocaba darles a mi mamá y a mi hermana para comer. Por eso
empecé a robar desde los diez años. Vivía en el barrio Bello Horizonte, en el
20 de Julio”.
De su grupo de amigos aprendió lo que para él es un
arte. Mientras que los adultos lo piensan más de una vez para robar a una
mujer, los jóvenes no. “La primera vez atracamos a una señora. Yo le esculqué
los bolsillos, le quité el celular. Eso fue en San Isidro. Ya cuando tuve
experiencia atracaba de ‘quieto’ con una pata de cabra y luego salía a correr”.
Dice que cuando siente el miedo previo de la víctima, al mirarlo, sabe que si
lo coge no va reaccionar.
Jiménez explica que la sevicia se analizó mucho con
las pandillas en Centroamérica. Ellos la utilizaban como una forma de reacción
social ante la falta de oportunidades sociales, laborables, educativas. “Era
una forma violenta de contrapoder. Ellos sienten que el Estado los violenta de
una forma silenciosa con su indiferencia. Algunos delincuentes usan la
violencia para tener un escenario de reconocimiento, de control y accesibilidad
a las cosas que quieren. Lo hacen como una forma de venganza social, de hacer
contrapoder”.
Pedro hizo parte de una banda en Usme. “Allá, los más
viejos me enseñaron a cosquillear y a ‘lancear’. A cómo meter las manos en los
bolsillos, cómo ubicar los dedos, cómo cachar los celulares, cómo percibir el
relieve de un teléfono o del dinero en un rollo. Es duro de aprender pero se
puede”.
Cuenta que la gente porta sus maletas con tranquilidad
y que ellos aprovechan este momento para robar de ‘cremallera’. “Uno abre la
maleta suavecito, y así se sacan los portátiles. Eso es fácil en los centros
comerciales: se ponen a mirar ropa y ni se dan cuenta”.
Pedro habla con timidez. Su actitud temerosa no se
equipara con lo que cuenta. Dice que estuvieron a punto de enseñarle a robar
bancos, pero que eso requería de mayor destreza. “Era con cheques, entregar uno
falso y coger el verdadero, pero nunca entendí. Por eso me dediqué a robarles
los celulares a los chinos de los colegios a punta de cuchillo”.
Para ‘lancear’ se va a los barrios del norte bien
vestido. Para ellos, eso significa ponerse un jean, una camisa decente e ir
bien peinado. “Así, en el TransMilenio, uno se aprovecha de la gente que va colgada
de las barandas”. También existe el raponeo a través de las ventanas. “Si
alguien va con su bolso, pues uno mete la mano, lo coge y sale corriendo”. Una
vez, en un barrio del norte lo atraparon y le dieron una golpiza.
Cuenta Jiménez que hoy se ve de forma recurrente el
fenómeno del linchamiento. “Cuando hay una percepción de injusticia por parte
de las autoridades, la reacción natural de las personas es asumir la justicia
por mano propia”.
Pedro también roba a los carros en los semáforos del
barrio 20 de Julio. “Esperamos a que cambie de color y con una bujía rompemos
el vidrio y sacamos el bolso. El copiloto siempre lleva lo valioso en las
piernas o en la silla de atrás. Nunca aprenden”.
En esta modalidad siempre operan dos o más. Uno roba
la mercancía, otro la recibe para que si el primero es atrapado, no sea
detectado con los objetos hurtados. “Reconozco que la primera vez que robé fue
por necesidad, después porque me quedó gustando y porque era fácil vender los
celulares en la 13 y las cadenas en la séptima. Para todo hay flechos”.
Incluso, dice, para hacer los ‘fleteos a pie’. “Uno se
para enfrente de un banco o de los cajeros y observa detenidamente quién saca
billete. Una vez, entre tres, cogimos un señor y le quitamos todo su sueldo.
Sentí algo de culpa pero, igual, después nos bebimos toda la plata”.
¿Cómo reaccionar a un atraco? Según Jiménez, cada
quien reacciona de forma impredecible. “Una persona tranquila puede resultar
luchando. Lo mejor es no ponerse en riesgo; este no es un asunto de ensayo y
error. Hay que tomar una decisión a favor de la vida. En casos de terrorismo se
ha estudiado el asunto de la negociación; es posible que frente a un atracador
se pueda soltar alguna frase de acuerdo que lo pueda persuadir”.
Todos los protagonistas de estas historias han estado
en riesgo de morir, encerrados durante meses en la cárcel, llevados al punto
más extremo de las drogas. La plata ganada no les ha servido para erigir ningún
proyecto de vida. Ninguno ha podido superar el odio por los que, según ellos,
no merecen lo que tienen por el simple hecho de tenerlo. Algunos, solo algunos,
buscan ayuda; saben que tocaron fondo y anhelan que algo, no saben qué, los
haga cambiar.
CAROL MALAVER, tomado de El Tiempo