Fotografía: Semana
Carlos Aldairo Arenas, Cejas, estaba hecho de la misma materia del
páramo. Solitario, paciente, sosegado, disfrutaba lo que pocos soportan: la
lejanía, el frío y el aislamiento del nevado de Santa Isabel.
En los 44 años que vivió fueron escasas las veces que
abandonó esa montaña donde nació. Allí se quedó cuando, siendo adolescente, su
padre murió y sus cinco hermanos y su madre se fueron al pueblo.
Apenas salía para lo necesario: hacer el mercado una vez al mes y
visitar a su hija, o a la celebración de los quince años de una sobrina que lo
hicieron viajar a Bogotá por única vez. Nadie conocía esos terrenos como él,
que se volvió el protector y el guía de los foráneos. Pero el 9 de noviembre
dejó el nevado para siempre. Las mulas cargaron su cuerpo abaleado por buena
parte del trayecto de 12 horas, entre la niebla, por una trocha que más parece
el lecho un río seco, tan empinado y con piedras tan grandes que las personas
casi que tienen que transitarlo a gatas.
Santa Isabel, esa montaña que Cejas se resistía a abandonar, se eleva
hasta los 4.965 metros sobre el nivel del mar y es uno de los seis nevados que
componen el parque nacional natural Los Nevados.
Los expertos creen que
es un antiguo volcán inactivo. En su cima guarda una de las últimas masas
glaciares que sobreviven en Colombia. Después de los 2.250 metros en
los que está emplazado el pueblo que lleva el mismo nombre, la montaña empieza
a quedarse vacía de pobladores. De vez en cuando, en ese ascenso, aparecen
algunas casas, lejanas unas de otras. Por allí se cuentan las historias del
mítico bandolero Sangrenegra, enterrado en esa tierra, y también se habla del
misterio de la montaña, de lo fácil que se puede perder un foráneo en los
valles de frailejones que, entra la niebla, parecen espectros.
Cejas vivía en África, una finca a 15 horas de camino en mula desde el
pueblo y a cuatro horas de la cima del Santa Isabel. Habitaba una modesta casa
de madera con vista a un lago que en la noche queda cubierto por la escarcha de
la nieve y en el que nadan un par de cisnes. Vivía con dos perros que no se le
despegaban y con Sofía, una oveja huérfana a la que él alimentó desde recién
nacida y que se comportaba como otro perro, persiguiéndolo a cada paso.
En los muros de su habitación colgaban decenas de
recuerdos que le dejaban los turistas a los que él acompañaba por esas
montañas: amuletos, recortes de periódicos, manillas, libros… Era uno de los
guías de la ruta del cóndor, un proyecto ecoturístico local.
Hasta esa finca llegaron dos hombres en la noche del 8
de noviembre.
Llevaban la cara tapada con pasamontañas y empujaron a
la fuerza la puerta de la cocina en donde Cejas estaba reunido con tres amigos,
pasando el rato, resguardados del frío. Los intrusos le dijeron a
Cejas que necesitaban hablarle y él se fue con ellos. Sus amigos se quedaron
esa noche en la casa, asustados. En la finca no hay señal de celular y la casa
más cercana queda a una hora y media de camino. No tenían cómo pedir ayuda, no
había a quién acudir.
Ese día, Cejas se había levantado al amanecer, como siempre, a ordeñar
las vacas y contar las ovejas. A eso dedicaba su vida. Y acompañaba a los
visitantes que llegaban a coronar el nevado, a observar el nacimiento del agua
o con el anhelo de conocer al cóndor, el gigante volador, que pasa de los tres
metros y que, se dice, es bastante esquivo al hombre. Sin embargo, en
África se podía avistar el ave, incluso muy cerca de la casa de Cejas.
Y dicen que eso
era porque él sabía atraerlos. No permitía la cacería en ese predio, pues son
los tiros de las escopetas los que hacen huir al cóndor. Cuando alguno de los
animales de su corral moría, él abandonaba los restos, se los dejaba para la
carroña.
Cejas era muy celoso del páramo y eso pudo haber determinado su destino
final. No solo se oponía a la cacería y a la quema de frailejones, sino que
cuando caminaba por la montaña iba recogiendo cualquier residuo que encontraba.
Hace poco más de dos meses recibió amenazas. Un hombre taló bosque para una
construcción en el páramo, y Cortolima le decomisó la madera y lo sancionó.
El
hombre señaló a Cejas de haberlo denunciado. A Cejas le preocupaba la
situación, tanto que en octubre pasó casi una semana en el pueblo, algo que
nunca hacía, porque sabía que allá arriba estaba indefenso.
Solo con la luz de la mañana siguiente a la irrupción de los intrusos, los
amigos de Cejas se atrevieron a salir a buscarlo. Lo encontraron a un kilómetro
de la casa.
Su cuerpo, tendido en la tierra, tenía un tiro de gracia. La
Policía y la Fiscalía investigan ahora su muerte y la gobernación del Tolima se
comprometió a ofrecer una recompensa para esclarecer el asesinato. Las amenazas
son el mayor indicio.
En la casa encontraron una nota: “Fuera Cejas, aquí no queremos sapos”.
También se habla de la presencia en el páramo de un grupo de disidentes de las
Farc, apenas de unos cuantos hombres que estarían empezando a fortalecerse.
Pero de eso poco se habla. Los vecinos, temerosos, dicen que allí se vive bajo
la ley del páramo y eso los obliga al silencio.
Las mulas bajaron el cuerpo de Cejas durante horas por el mismo camino a
Santa Isabel por el que anduvo toda su vida. En el entierro hubo multitud.
Bajaron los habitantes de la montaña y también llegaron ambientalistas y
hasta algunos periodistas de Ibagué. Flor Eliza, la madre de Cejas, recibió
entre tantos pésames el cariño que él había despertado en los que guió por el
nevado. Era su hijo amado, justamente por la soledad y la lejanía en la que
vivía. A ella le preocupaba que algún día se cayera de un caballo o lo pateara
una vaca y que nadie estuviera allí para auxiliarlo. Por eso le decía que
dejara el páramo, que se mudara al pueblo. Pero Cejas siempre contestaba lo
mismo. Una de sus hermanas lo recuerda: “Esa es mi tierra, es lo que
amo y de allá no tengo por qué salir”, decía.
Tomado de Semana