En un año y tres
meses recorriendo Colombia en moto, teniendo de copiloto a mi gata Akira y el
blog de @Mochigata como diario, puedo decir que he vivido mi país y la aventura
suramericana me espera.
Habían pasado más de
11 días desde que salí de Neiva, mi hogar, allí había organizado un viaje con
un claro objetivo: ser la primera opita en llegar a Punta Gallinas en su moto
teniendo de copiloto a una gata y ya me acercaba a una realidad que estaba
fuera de mis expectativas.
Los meses que me
entrené con Akira mi mascota, arriba de la moto por las carreteras de Colombia,
conociéndonos y conociendo uno a uno los pueblos más bonitos de mi país, no
serían suficientes para lo que allí iba a tener que afrontar.
Mientras preparaba a la
Güipa, nombre con el que bauticé a mi scooter 125 de Akt, para la travesía de
cerca de 300 kilómetros, desde Maicao a Punta Gallinas en la Alta
Guajira, entre caminos, carreteras rotas, conductores poco pacientes y
poblaciones tostadas por el sol, pensaba en lo que allí iba a encontrar,
desiertos surrealistas, el faro más famoso de Suramérica y el agua más azul que
yo haya visto en mi vida, aunque en mi cabeza retumbaba los titulares del fin
de semana: Periodista fue asesinado frente a su familia en Cabo de la Vela.
No era posible
entonces evitar preguntarme ¿Qué hacía yo allí?, a unos kilómetros de donde fue
asesinado alguien que iba a hacer lo mismo que yo y hasta tenía mi misma
profesión; ¿Qué hacía yo tan lejos de la comodidad de mi sofá?, A 1.194 kilómetros
para ser exactos, esquivando ‘mulas’ 20 veces más grandes que mi scooter, en un
episodio que para mis amigos era más inseguro que muchas de las películas de
terror que veíamos frente al televisor.
Pero el calor del
ambiente me devolvía a la realidad, esa en la que el sudor quedaba atrapado en
mi chaqueta y se mezclaba con el polvo del camino en mi piel. La misma que me
obligaba a cargar gasolina en botellas plásticas de gaseosa para rellenar el
tanque, puesto que más allá este líquido era escaso, como los económicos
alojamientos que aceptan a una mujer acompañada simplemente de su gata.
Entonces el hermoso
paisaje me recordaba qué hacía yo allí durante esta travesía hacía el extremo
más norte de Colombia y Suramérica, un paisaje que iba acompañado de 40 grados
de temperatura, ni un solo árbol para refugiarnos y tormentas de arena que
imposibilitaban la vista e intentaban tumbarnos a nosotras como a Alex mi guía,
un joven wayú quien nació en Cabo y ayuda económicamente a su familia llevando
a los motociclistas a conocer el Faro Punta Gallinas.
Además del paisaje,
había una imagen recurrente en estos kilómetros de desierto y dunas que hacían
patinar nuestras motos, eran la de docenas de niños, mujeres y algunos hombres
wayú descalzos, tapando sus cabezas con cualquier trapo y estirando sus manos
al borde de los caminos.
Waraja neruu piaka
arijuna (dame dinero señor turista), che te cuún compite (dame dulces), cheé
tasü huín (dame un poco de agua) o kashachi sunúria musai (cómo se llama
tu gata) repetían cada vez que nos deteníamos en lo que ha sido denominado los
‘peajes de los cabuyitas’.
En 25 lugares
acondicionados con una cabuya que va de extremo a extremo en lo ancho del
camino me detuve comunicándome con señas, miradas y entregando dulces, agua y
comestibles que no suplía sus necesidades y sobrepasaba mi presupuesto.
Y allí estaba yo de
nuevo pensando, entre el susto y la desesperanza, entre camionetas que iban y
venían levantando polvo, dejando el paisaje como una foto antigua, qué podría
hacer para cambiar su realidad, cuando ellos estaban cambiando la mía y la
forma de verlos.
Fue así como llegamos
al faro Punta Gallinas, después de siete horas de nuestra salida de Cabo de la
Vela, después de caernos y levantarnos en una salina, después de decirle a
Akira que todo estaba bien y que debía recibirme agua para hidratarse, después
que docenas de camionetas 4×4 se detuvieran en el camino, bajaran sus vidrios y
me preguntaran: “¿Desde dónde viene?”, después de que un hombre se acercara a
felicitarme por haber llegado hasta allá en mi scooter con una gata y cuando
otro me pidiera hacerme una foto con él, en pose triunfal, después de conocer
las tierras de los Wayú, esas donde no pasa el tiempo, ni la globalización,
donde muchas costumbres y la forma de vivir sigue intacta, descubrí que si
llegué hasta allí, lo puedo hacer hasta el Fin del Mundo, en Ushuaia Argentina.