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Carmen
caminaba por un viaducto mientras oía música con sus audífonos nuevos. Eran las
7:30 de la noche y había salido a darse una vuelta, comer algo y comprar lo del
desayuno. Tenía ganas de caminar, de oír música y de olvidar las burlas de sus
vecinos por ser una mujer trans. De repente, un camión se detuvo frente a ella
y oyó que la llamaban. Pausó la canción y se acercó a atender la solicitud. Dos
soldados bajaron del camión y se acercaron para pedirle una requisa y su
cédula. Al principio no sintió miedo y pensó que era otro acto de
discriminación, como tantos que le sucedían a diario.
El miedo
llegó cuando sintió que le apretaban los brazos para inmovilizarla. Trató de
gritar, pero un susurro amenazante de uno de los soldados la dejó paralizada. A
la fuerza la subieron al remolque donde había una docena de uniformados con sus
fusiles. El camión retomó la marcha y Carmen empezó a rogar para que no le
hicieran nada. Pateó y lloró, sin salida. Los soldados hicieron un círculo a su
alrededor al tiempo que le decían perra, puta, marica.
La pateaban,
le pegaban nalgadas, la manoseaban, se reían con crueldad. Carmen sintió que el
camión entró en la playa porque la arena hizo mecer el remolque con más fuerza.
Un escalofrío la recorrió. El camión se detuvo y Carmen era ya sólo miedo. La
tiraron a la arena y le arrancaron la ropa mientras la inmovilizaron por las
extremidades. Los soldados empezaron a violarla y a patearla mientras le decían
que era una lección para que aprendiera a “ser varón”. Uno tras otro.
En un
momento, el uniformado de mayor rango la miró con desprecio y le apagó un
cigarrillo en la cola. La orinó y le dio un puntapié en la cara. Luego se dio
vuelta y volvió a la cabina del camión mientras sus subalternos hacían lo
mismo. Carmen daba alaridos con cada quemón, con cada golpe, y ya no le
quedaban lágrimas. Al final, fue violada por nueve soldados, que cuando
saciaron su sadismo se subieron al furgón y la dejaron “hecha mierda en la
playa”.
Desde ese
día Carmen evita salir a la calle. Fue a la Fiscalía y puso la denuncia, pero
antes de que llegara un investigador llegó una amenaza para que desistiera del
proceso. El miedo volvió, pero pronto se dio cuenta de que ni la muerte podía
ser peor que lo que le habían hecho la noche que estrenaba sus audífonos.
Entonces volvió a la Fiscalía y ratificó su denuncia, pero nada ha pasado desde
entonces. Por lo pronto, sigue encerrada. Sólo atiende las visitas de dos
personas que le llevan comida y tratan de darle alientos para seguir con vida.
Por razones de seguridad sólo ellos saben su verdadero nombre y su ubicación.
Esta
historia pasó en una playa del Pacífico de este país, donde a diario se
registra un feminicidio (en los primeros 14 días de 2021 fueron asesinadas por
sus parejas o exparejas 14 mujeres, y el año pasado fueron 277) y donde la
violencia también se encarniza contra las mujeres trans, sólo por tener cuerpos
feminizados. Hace apenas una semana fue asesinada Samantha, en Mariquita,
Tolima. Y el año pasado, según la Red Comunitaria Trans, se registraron 31
casos como este, pues en muchos pueblos colombianos ser mujer o trans es una
verdadera tragedia. Una tragedia que en la mayoría de casos es ejercida por
hombres de armas y que muchas veces toma formas peores que la muerte.
Escrito por:
Alfredo Molano Jimeno
Fuente: EL
ESPECTADOR