A
propósito de los reconocimientos que hoy martes 13 de junio, hará la
Administración Municipal a un grupo de laboyanos ilustres, y entre quienes
figura Don Jesús Meneses Tovar, reproducimos esta crónica publicada
originalmente hace dos años por el Diario La Nación.
Hoy 16 de octubre del
2015 llega a los 95 años de edad don Jesús Meneses Tovar, pionero de la
producción y comercialización del café en Pitalito. Único sobreviviente de esa
generación de cafeteros emprendedores. Padre de una numerosa y tradicional
familia laboyana. Esta crónica de su hijo, el escritor Gerardo Meneses, es un
homenaje a su vida.
Gerardo
Meneses Claros
Hace
seis años Diego Alejandro, el nieto amado de mi padre y quien aún lo acompaña,
llegó feliz a Casagrande con el diploma de Primaria que la Escuela Anexa le
había otorgado. Papá lo abrazó y dijo una frase que nos dejó en suspenso:
“Ojalá Dios me diera licencia de ver a mijito graduado de La Normal”. Han
pasado seis años, hoy papá cumple 95 y, en un mes, Diego Alejandro terminará su
bachillerato en La Normal y papá recibirá en sus manos ese diploma.
Así
podría resumir la vida de mi padre; como un roble, como un hombre a quien los
años parecieran no querer tocar. La fortaleza de su cuerpo y espíritu, la salud
sin deteriorarse, la generosidad de sus actos, su capacidad para leer, para
opinar y discutir sobre las noticias que a diario lee y mira, lo hacen un
hombre tan fuerte a pesar de casi un siglo de existencia.
Papá
fue cafetero toda su vida. Hoy está retirado de toda actividad comercial, pero
tiene entre sus recuerdos la satisfacción de haberle dejado a Pitalito un
legado, un sello que hoy lo identifica a nivel nacional como uno de los
municipios más importantes en la producción y comercialización de café en el
país.
Y
esa historia no nació hace cinco o diez años que es cuando Pitalito se hace
visible por la extraordinaria producción del grano. Esa historia es la que mi
padre nos cuenta y que hoy a sus noventa y cinco años recuerda como una
película inolvidable.
“El de los años sesenta era otro
Pitalito”
Como
la mayoría de nuestros padres y abuelos, mi papá fue campesino. Nació en la
vereda Chillurco; pero un día decidió que ser jornalero no era su anhelo en la
vida. Comenzó vendiendo panela, trayendo a ofrecer en el parque de Pitalito,
que a la vez era plaza de mercado, los plátanos, las yucas, las frutas y flores
que la finca de los abuelos producían. Inquieto y visionario, descubrió que la
fertilidad de las tierras de este valle hermoso, bañado por dos ríos,
acompañado de un clima excepcional, sería el espacio perfecto para sembrar y
comercializar un producto que, si bien todos conocían, pocos se atrevían a
cultivar. Era la década de los años sesenta. Era un Pitalito frío, pequeñito y
rural. “Pero en esa época pensar en el café era un sueño” –nos dice.
De
la pasera del parque, con un poco de suerte y un socio, que lo fue durante toda
su vida, don Zoilo Barrera, abren un local para compras de café, que a la vez
recibía maíz, fríjol e higuerilla, y empiezan a convencer a los campesinos de
sembrar, cultivar y cosechar café. Mi padre les prestaba la plata, no les
cobraba intereses, les ayudaba a financiar su proyecto, y ellos, puntualmente
le pagaban. Unos años más adelante convence a otros amigos suyos para que abran
depósitos, para que hagan lo mismo; la carrera segunda de Pitalito se convierte
entonces en la calle del café con las pequeñas bodegas de don Salomón Sierra,
don Jesús Tovar, don Fructuoso y don Antonio Figueroa. De ellos, el único que
aún vive es mi padre.
Pero
comprar y almacenar el café era solo el primer paso, porque cada domingo, después
de las extenuantes jornadas, especialmente de viernes y sábado, había que
cargar los camiones e irse a buscar comprador en las trilladoras de Neiva,
Espinal o Bogotá. “Pitalito era muy lejos, Pericongo siempre fue un riesgo y
había ocasiones en que nos tocaba rogar para que nos compraran el café, o
esperar dos o tres días al frente de la trilladora esperando una respuesta”
–cuenta hoy papá.
Unos
veinte años después, en la década de los años ochenta, las cosas empiezan a
cambiar, poco a poco otro comerciante se anima y abre su compra de café, luego
otro y otro hasta llegar a tener casi
cincuenta alrededor de la plaza. Llegan entonces los compradores mayoristas de
Cali, Ibagué Neiva y Bogotá quienes atraídos por la calidad del café laboyano,
vienen a Pitalito, dejan dinero adelantado y transforman totalmente el mercado.
Mi padre diversifica entonces la compañía y abre los secaderos. Busca asesoría
con la Federación de cafeteros, llega el comité departamental, nace la
producción de cafés especiales y Pitalito emerge como emporio cafetero. Lo
demás, es historia reciente.
Casi un siglo de vida.
Papá
se retiró de la vida laboral a los 75 años. Satisfecho. Lo hizo casi a
regañadientes, pero es su médico quien nos reúne y nos llama la atención por
las preocupaciones de papá a esa edad, dedicado aún a atender sus negocios. De
eso hace 20 años pero nunca dejó de trabajar. Como Casagrande tiene al final
del patio un huerto que parece una finca, allí pasa sus días entre las
atenciones de sus hijos y nietos.
Mi
madre murió hace ya diez años. Igual que papá ella ayudó a levantar la empresa.
Lo hacía desde la casa, criando a sus numerosos hijos, sabiendo invertir el
dinero, a veces obligando a mi padre a comprar esto o aquello que faltaba y que
a él no le hacía falta, pero a Casagrande sí.
Papá
se levanta cada mañana con la ilusión de ver crecer sus árboles, sus matas de
flores, sus guayabos y naranjos. Ya no sale de casa, dice que a qué, tal vez
tenga razón; pero le encanta recibir visita; al final del día le gusta pararse
en la puerta a ver pasar la gente que se detiene a saludarlo. Vive al día con las
noticias, sabe de política, está pendiente del precio del dólar, de si el café
en Nueva York subió o bajó. Se ríe con gran facilidad; y disfruta cada cosa que
la vida le ha dado, como disfrutará dentro de un mes, el diploma que Diego
Alejandro le traiga de su grado de La Normal.