SEMANA
estuvo en ese municipio y reconstruye la masacre de los ocho estudiantes a
partir del testimonio de Javier, el joven que tuvo que oír cómo asesinaban a
quemarropa uno a uno a sus amigos. En su pueblo ya nada volverá a ser como
antes.
Javier
alcanzó a detallar minuciosamente a los cuatro hombres con capucha que
irrumpieron en el asado a las 9:30 p. m., mientras él departía con sus amigos.
En pocos
segundos, los observó de pies a cabeza en busca de un brazalete o alguna prenda
distintiva del ELN. Pensó que eran miembros de esa guerrilla, que suelen
patrullar por esa zona rural, así que se quitó la gorra para que lo
reconocieran. La mayoría de los 40 jóvenes que departían esa noche no vivían en
Samaniego, pero sí nacieron ahí. Eran hijos de la región y eso –pensó– quizás
podía protegerlos.
Sin embargo,
no halló nada que identificara a los asesinos, salvo que lucían armas que
parecían nuevas, tenían botas de cordones ajustables, pantalones de jean,
chalecos negros, fusiles de asalto y pistolas automáticas. Los encapuchados no
hablaron mucho, solo lo necesario para encerrar a las mujeres en un cuarto y
tirar boca abajo a los hombres. “Puedo afirmar con seguridad que no eran de la
zona, incluso uno de ellos tenía acento mexicano”.
Los asesinos
caminaron por encima de los jóvenes y escogieron a tres sin mediar palabra. Los
llevaron al centro del semicírculo en que habían dispuesto las sillas para
conversar en la fiesta y, una vez allí, los arrodillaron. Les apuntaron de
frente y comenzaron a dispararles uno a uno a quemarropa.
Primero
mataron a Byron Danilo Patiño. Había llegado tres meses atrás al pueblo,
después de cursar su carrera de contador público en Cali. Tenía 25 años, dotes
de cantante aficionado y una facilidad envidiable para el microfútbol. Le
dispararon a un metro y en la cara. Después murió Brayan Alexis Cuarán, de 25
años, amigo de infancia de Byron y deportista destacado en Samaniego. Javier
escuchó los disparos desde el piso y cerró los ojos para no grabar esa imagen
en su mente.
Con Daniel
Steven Vargas, estudiante de Radiología en Pereira, tardaron un poco más. Los
criminales no tenían prisa, dejaron que la sangre de los asesinados llegara
hasta los rostros de quienes aún permanecían boca abajo. Javier pensó que el
horror cesaría ahí, pero una vez más escuchó cuatro disparos a quemarropa.
“Traigan a los otros”, dijo uno de los matones. En ese momento todo fue caos.
Luego le
dispararon a Laura Mishel Melo Riascos, 19 años, estudiante de Medicina en
Pasto, quien también trató de huir y se desplomó a unos 8 metros. Javier no
supo bien cómo asesinaron a Jhon Sebastián Quintero, que a sus 23 años había
representado a Samaniego en la selección de Nariño y era toda una promesa del
fútbol en el pueblo. Estudiaba Administración de Productos en Pasto. “Sebastián
estaba al lado mío cuando se formó la balacera, yo me mandé las manos a la
cabeza y cerré con fuerza los ojos, estaba muy asustado”.
Antes de
abandonar la casa, los asesinos sacaron a las mujeres del cuarto y les
mostraron lo que habían hecho y luego les ordenaron a todos correr. Algunos se
internaron en el follaje del monte que circundaba la casa y otros se lanzaron
al río Pacual, que pasa a 50 metros de ese lugar.
“Yo no sabía
que Sebastián estaba herido, apenas me levanté traté de levantarlo a él
también, pero tenía un disparo en el cuello. Le dije: ‘Sebas, respire. Míreme,
respire. Ya vengo, voy por ayuda’”, cuenta Javier. A los pocos minutos agarró
su moto y a unos 200 metros, cuando divisó la carretera pavimentada, se dio
cuenta de que había tres camionetas blancas de doble cabina con 15 hombres bien
armados. Y quedó frío cuando se percató de que los cuatro asesinos fumaban
tranquilamente recostados contra las camionetas.
La casa
donde ocurrió la masacre es la última sobre un pequeño barranco rodeado de
vegetación. Para llegar a la carretera principal que conduce al casco urbano,
hay que bajar una loma de unos 100 metros, pasar un puente vehicular sobre el
río Pacual y subir 150 metros más. Javier los vio cuando se le apagó la moto en
la pendiente; entonces, la dejó ahí y regresó corriendo. No había forma de
llegar al pueblo sin que los matones lo vieran.
El encuentro
El asado
empezó a las dos de la tarde en la vereda Santa Catalina, a 2,1 kilómetros del
casco urbano, que por su cercanía parece un barrio más de Samaniego. Óscar
Andrés Obando organizó todo en casa de su abuela, Socorro García, fallecida
hace un mes, para celebrar el reencuentro de la mayoría de sus amigos. Por
primera vez en más de un año, la mayoría de los jóvenes samanieguenses que
estudian por fuera estaban en el pueblo. Hubo karaoke, baile, licor, risas,
juegos y felicidad.
Ese sábado
no había comenzado bien en Samaniego. Desde temprano el ambiente estaba
enrarecido por el asesinato, en pleno centro del municipio, de Jessica Zúñiga
Jaramillo, una joven de 26 años, mesera de un reconocido bar. Dos hombres la
balearon cerca a la estación de Policía, y a pesar de que estaba con otras
personas, nadie más resultó herido. Sobre la víctima se sabe muy poco: solo que
era de Cartago, Valle.
“Que alguien
nos ayude”
Después de
ver a los matones sobre la vía, Javier regresó a la escena del crimen. El
pequeño patio era un río de sangre, los sobrevivientes lloraban sobre los
cadáveres, y Sebastián y Laura aún estaban heridos. Él no podía hablar y ella
pedía ayuda. “Que alguien nos ayude, por favor”, gritaba la joven desesperada
por el dolor.
Ya habían
pasado 20 minutos desde el ataque y aún no aparecía la policía, el Goes ni los
bomberos. Como si nadie hubiera escuchado la lluvia de disparos en la casa de
Socorro García. Javier se aventuró de nuevo a la carretera, sumido en la
tristeza y desesperanza. “Cuando volví, ya no estaban; entonces, pasé derecho
al pueblo a buscar a los bomberos. En el camino vi a muchos familiares que ya
venían”.
El profesor
Jesús Quintero llegó entre los primeros. Su hijo Sebastián aún respiraba con
dificultad. Lo llevó en sus brazos hasta la carretera principal, donde esperaba
una ambulancia. Esa mirada es lo último que recuerda de su hijo con vida.
Sebastián tenía una hemorragia interna y murió por broncoaspiración a mitad de
camino. Laura resistió un poco más. La recibieron en el hospital municipal,
pero el único médico y las dos enfermeras no podían ayudarla. Entonces,
ordenaron trasladarla hacia Pasto, aunque falleció en el camino.
Ellos disparaban
sin sonrojarse, casi que les daba gracia. Eran fríos. Pudieron matarnos a todos
si querían, porque no iban por nadie en específico. Yo creo que trataban de
enviar un mensaje con esto”, agrega Javier.
María
Visitación Rosero vistió el cadáver de su hijo Brayan Cuarán con el suéter que
le pidió minutos antes de la masacre. “Él me llamó y me dijo que le mandara un
buso, porque estaba haciendo mucho frío. Un muchacho debería venir por él, pero
nadie llegó”, dice.
Cinco
minutos antes de la masacre, los asesinos bloquearon la entrada al río Pacual y
al vecindario donde está la casa de Socorro García. En la vía principal
atravesaron las camionetas y devolvieron a varios motociclistas. Uno de ellos
debía llevar más trago a la fiesta, pero le dijeron que debía regresar a
Samaniego. “Estaban con pasamontañas. Solo me pararon y me dijeron: ‘Tiene 30
segundos para voltear la moto e irse’. Yo arranqué como loco, casi me caigo”,
le contó el domiciliario a SEMANA.
Denuncian
masacre de cinco personas en El Caracol, Arauca
Jesús
Quintero cree que las masacres en Samaniego aumentarán, porque se avecina una
nueva guerra con jugadores extranjeros en el territorio. “Estamos abandonados.
En nuestro municipio no es la primera vez, ya venimos de masacre en masacre;
aquí en Samaniego las masacres se presentan hasta en el casco urbano, a
centímetros de la Policía, y nadie ha hecho nada”.
Javier logró
llegar a los bomberos 5 minutos antes de las diez de la noche. Pidió ayuda
desesperada desde afuera de la estación. Nadie creía lo que narraba, pero lo
acompañaron. Uno de los socorristas no aguantó el impacto de la escena y vomitó
sobre un matorral. La sangre se había secado, algunos cadáveres tenían expuesta
la masa cerebral, y varios familiares y amigos lloraban en forma desgarradora.
Samaniego vivió en 20 minutos un escenario de terror que nadie había imaginado.
En ese pueblo nariñense ya nada volverá a ser como antes.